Auschwitz-Birkenau: aquellos trenes de la muerte...

9 de julio de 2013
Estoy escribiendo desde un campo de concentración. Mejor dicho, desde el complejo de campos de concentración de Auschwitz (I y III) y Birkenau, en el corazón del Voivodato de la Pequeña Polonia, muy cerca de su capital, Cracovia. No me han deportado aquí porque ya no se deporta a nadie. Ni siquiera he podido entrar en tren por esa puerta porque las vías desde Oswiecim hasta aquí ya no transportan su carga mortal en vagones, con hasta 80 personas en cada uno de ellos y hasta 10 días de trayecto. He venido voluntariamente porque -en esta convulsa Europa que a veces parece que no sabe a dónde va- es preciso echar la mirada hacia atrás y ver lo que pasó cuando la maldad corría presurosa por sus paisajes y vías ferroviarias. Mi cámara sólo saca fotos desvaídas cuando retrata de alambradas para adentro. Pero esto es lo que me encuentro. Me convulsiono y la piel se pone sudorosa bajo el intenso sol de un mes de julio en tierras polacas. (Seleccionar las fotos para ampliarlas)




Oswiecim tiene una bella estación que un día se vio manchada, cuando los nazis decidieron poner en sus alrededores los mayores campos de exterminio que conoció la barbarie de Hitler. Quizá por eso han decidido decorar su fachada con murales coloristas y positivos que hagan olvidar cuanto antes al viajero lo que vio en la zona, a su vuelta a casa.


De la cabecera suroeste de su playa de vías partían los ramales hacia Auschwitz I, en un sentido, y hacia Birkenau en el opuesto. Las vías se bifurcan en este punto por donde ya no pasan trenes.


Tengo las vías a mi derecha cuando voy raudo hacia mi primer destino, en Auschwitz I. Cuando traspaso los muros de entrada, el corazón se encoge y la mente se queda paralizada por el horror. Me dirijo a un pabellón cualquiera. Afortunadamente ningún oficial de las S.S. sale a recibirme ni a ponerme pijama a rayas. Tengo la seguridad de que puedo volver a mi mundo de cada día, pero eso sí más pensativo y silencioso. Porque leer sobre el holocausto causa pavor pero estar aquí dentro paraliza.



Puedo escoger dónde pasar la noche: si en esa especie de nicho con tablas y paja como cama o unos jergones de tela de saco sudados y malolientes. Tampoco me faltará el cuarto de aseo porque me brindan esas letrinas asquerosas y públicas.

Le comento a una chica polaca que tengo al lado que comparado con el penal de Alcatraz, en San Francisco (Estados Unidos), en el que estuve un día, aquello comparado con esto era un hotel de 5 estrellas. Lo de lavarse no será un problema porque una especie de pesebres con agua helada se me ofrecen, aunque por pocos minutos cada día.

Mientras estaba haciendo estas fotos compruebo que aparezco reflejado en el cristal con una ropa a rayas verticales, aunque afortunadamente son de colores. Nada que ver con lo que le ponían a quienes traspasaban por esas puertas sin retorno.

Veo sus caras por las paredes, con la mirada perdida como si ya fueran conscientes de lo que les esperaba. Así cientos y cientos de fotos que dejan atónito.

Como puedo andar libremente me asomo a la ventana y veo soledad, silencio y aprisionamiento por todas partes.


Deambulo por esas calles hasta que ya un letrero de aviso me detiene y temo ser ametrallado desde la torreta.



Y la mente me lleva hasta el Berlín dividido de los años 60 del pasado siglo, cuando me atreví no sólo a desoír un cartel como ese sino también, en la inconsciencia juvenil, a tirar varias fotos hacia el "vopo" que me miraba incrédulo. Poco tardaron sus compañeros en venir a por mí y llevarme al cuartelillo en los bajos de la estación ferroviaria de la Friedrichstrasse en el Berlín Oriental, por mi audacia. Por eso me sobresaltan esas torretas y los alambres de espino. Pero puedo volver sobre mis pasos sin daño alguno.


Otros no tuvieron tanta suerte, como puedo leer en un cartel que encuentro en una de las estancias. 1.300.000 personas pasaron por aquí y 1.100.000 dejaron su vida, en su mayoría en  las cámaras de gas. Entro en una de ellas pero puedo salir sin que mis pulmones se vean asfixiados por el cianuro, del que veo un montón de latas por allá amontonadas.


Otro cartel me informa de la procedencia de quienes allí ingresaron y casi nunca volvieron. Lo único que me consuela es que ahora son muchos millones más y de bastantes más países los que vienen hasta aquí y salen instruidos de hasta donde pueden llegar las actitudes extremas y destructivas.


Como los métodos de exterminio eran variados podía, tal vez, elegir estos hornos o quizá que me hubieran colgado en este cadalso.


Me duele el cuello sólo de ver este fatal instrumento, pero llegados hasta aquí recuerdo que los trenes de prisioneros llegaban por centenares, a veces varios en el mismo día. Por ello me voy hasta el cercano campo de exterminio de Birkenau bajo un sol de justicia.


Por aquí podría haber entrado por estas vías, como otros muchos miles. Fotos en diversos paneles, tomadas por oficiales de la S.S., han dejado constancia de tanto horror.


Los viajeros forzosos iban con muy pocas comodidades, como se aprecia en un yeso situado cerca de esa foto.


Y para ver qué tipo de vagones se usaban, tengo uno estacionado en una vía de esa enorme playa.


Cierro los ojos y creo oír en la lejanía el silbido de una locomotora de vapor que arroja bocanadas de humo por su enorme chimenea. El sonido se va acercando y el tren frena bruscamente. El ruido de los topes de los vagones chocando unos contra otros y el chirriar de los frenos en las ruedas es estremecedor, porque se mezcla con los gritos de las mujeres y el llorar de los niños dentro de los vagones.

Es demasiado para una sensibilidad actual y democrática por lo que lentamente me voy hacia la puerta no sin antes leer una lápida al final de las vías. El lector comprenderá que haya omitido muchas otras fotos que hieren la sensibilidad. Siempre tendrá ocasión de venir aquí y salir transformado.


Y la lápida dice esto en muchos idiomas:


Vuelvo a mi vida normal con el alivio de no haber vivido en directo esa terrible desgracia pero desde ahora la tendré mucho más cerca.